VÍA CRUCIS
PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE
FRANCISCO
VIERNES SANTO
10 DE ABRIL DE 2020
PLAZA DE SAN PEDRO
MEDITACIONES Y ORACIONES
propuestas por la capellanía
del Centro Penitenciario “Due Palazzi” de Padua
redactadas por
I. Una persona condenada a cadena perpetua
II. Dos padres cuya hija fue asesinada
III. Una persona detenida
IV. La madre de una persona detenida
V. Una persona detenida
VI. Una catequista de la parroquia
VII. Una persona detenida
VIII. La hija de un hombre condenado a cadena perpetua
IX. Una persona detenida
X. Una educadora de instituciones penitenciarias
XI. Un sacerdote acusado y después absuelto
XII. Un juez de vigilancia penitenciaria
XIII. Un fraile voluntario
XIV. Un agente de policía penitenciaria
Las meditaciones del Vía Crucis de este año han sido propuestas por la capellanía
del Centro
Penitenciario de cumplimiento “Due Palazzi” de Padua. Aceptando
la invitación del Papa Francisco, catorce personas meditaron sobre la Pasión de Nuestro
Señor Jesucristo, actualizándola en su propia vida. Entre ellas
figuran cinco personas detenidas, una familia
víctima de un delito de homicidio, la hija de un hombre condenado
a cadena perpetua,
una educadora de instituciones penitenciarias, un juez de vigilancia penitenciaria, la madre de
una persona detenida, una catequista, un fraile
voluntario, un agente de policía penitenciaria y un sacerdote que fue acusado
y ha sido absuelto definitivamente por la justicia, tras ocho años de proceso ordinario.
Acompañar a Cristo en el Camino
de la Cruz, con la voz ronca de la gente que vive en el mundo de las cárceles, da la oportunidad para asistir al prodigioso duelo entre la vida y la muerte, descubriendo cómo los hilos del bien se entretejen inevitablemente con los hilos del mal. La contemplación del Calvario
detrás de las rejas es creer que toda una vida se puede poner en juego en unos breves instantes, como le sucedió
al buen ladrón.
Bastará llenar
esos instantes de verdad: el arrepentimiento por la culpa cometida,
la convicción de que la muerte no es para siempre, la
certeza de que Cristo es
el inocente injustamente escarnecido. Todo es posible
para el que cree, porque también en la oscuridad
de las cárceles resuena
el anuncio lleno
de esperanza: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Si alguien
le estrecha
la mano, el hombre que fue capaz del crimen más horrendo podrá ser el protagonista de la resurrección más inesperada. Con la certeza de que «incluso cuando contamos el mal podemos
aprender a dejar espacio
a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle
sitio» (Mensaje del Santo Padre para la
Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2020).
De este
modo, el
Vía Crucis se convierte
en un Vía Lucis.
Los textos, recogidos
por el capellán
D. Marco Pozza y la voluntaria Tatiana Mario, fueron
escritos en primera
persona, pero se ha optado por no poner el nombre. Quien participó en esta meditación quiso
prestar su voz a todos los
que comparten la misma
condición en el mundo. En esta tarde, en el silencio
de las prisiones, la voz
de uno desea convertirse en la voz de todos.
Oremos
Oh Dios, Padre todopoderoso, que en tu Hijo
Jesucristo
asumiste
las llagas
y los sufrimientos de la humanidad,
hoy tengo la valentía de suplicarte, como el ladrón
arrepentido: “¡Acuérdate de mí!”.
Estoy aquí, solo ante Ti, en la oscuridad
de esta cárcel, pobre, desnudo,
hambriento y despreciado,
y te pido que derrames sobre mis heridas el aceite del perdón y del consuelo
y el vino de una fraternidad que reconforta
el corazón.
Sáname
con tu
gracia y enséñame a esperar
en la desesperación. Señor mío y Dios mío, yo creo, ayúdame en mi incredulidad.
Padre misericordioso, sigue confiando en mí, dándome
siempre una nueva oportunidad, abrazándome en tu amor
infinito.
Con
tu ayuda
y el don del Espíritu Santo, yo también
seré capaz de reconocerte
y de servirte
en mis hermanos. Amén.
Jesús
es condenado a muerte
Pilato volvió a dirigirles
la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
«¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Por tercera vez les
dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado
en él ninguna culpa que merezca la muerte.
Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban
encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó
al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó
a su voluntad (Lc 23,20-
25).
Muchas veces, en los tribunales y en los periódicos, resuena ese grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Es un grito que también escuché referido a mí: fui condenado, junto con mi padre, a la pena de cadena perpetua.
Mi crucifixión comenzó
cuando era niño. Si pienso
en ello, me veo acurrucado en el autobús que me llevaba
a la escuela, marginado
por mi tartamudez, sin relacionarme con nadie. Inicié a trabajar desde pequeño, sin tener posibilidad de estudiar.
La ignorancia pudo más que mi ingenuidad. Después,
el acoso le robó destellos de infancia
a aquel niño nacido en la Calabria
de los años setenta. Me parezco
más a Barrabás que a Cristo y, sin
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embargo, la condena más feroz sigue siendo la de mi propia conciencia. De noche abro los ojos y busco desesperadamente una luz que ilumine mi historia.
Cuando estoy encerrado en la celda y releo las páginas de la Pasión de Cristo, comienzo a llorar. Después
de veintinueve años en la cárcel,
aún no he perdido la capacidad de llorar,
de avergonzarme de mi historia
pasada, del mal cometido. Me siento Barrabás,
Pedro y Judas en una única persona. Me da asco el pasado,
aun sabiendo que es mi propia historia.
Viví años sometido
al régimen de aislamiento previsto por el artículo
41-bis (de la Ley del sistema penitenciario italiano) y mi padre
murió bajo esas mismas condiciones. Muchas veces, de noche, lo oía llorar en la celda. Lo hacía a escondidas, pero yo me daba cuenta. Ambos estábamos en una oscuridad
profunda. Pero en esa no-vida, siempre
busqué algo que fuera vida. Es extraño
decirlo, pero la cárcel
fue mi salvación. No me enfado si soy todavía Barrabás para alguien. Percibo en el corazón, que ese Hombre inocente,
condenado como yo, vino a buscarme a la cárcel para educarme
a la vida.
Señor Jesús, a pesar de los fuertes gritos que nos distraen, te vislumbramos entre la multitud
de cuantos vociferan
que debes ser crucificado, y tal vez entre ellos estamos también nosotros, inconscientes del mal del que podemos llegar a ser capaces. Desde
nuestras celdas, queremos pedir a tu Padre por quienes, como Tú, están condenados
a muerte, y por cuantos quieren remplazar todavía tu juicio supremo.
Oremos
Oh Dios, que amas la vida, siempre nos das una nueva oportunidad a través de la reconciliación para que gustemos tu misericordia infinita, te suplicamos que infundas en nosotros
el don de la sabiduría,
para que consideremos a cada hombre y a cada mujer como templo de tu Espíritu,
y respetemos su dignidad inviolable. Por Cristo nuestro
Señor. Amén.
Jesús
con
la cruz a cuestas
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio
—al pretorio— y convocaron
a toda la
compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado,
y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada
la burla, le quitaron la púrpura
y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo (Mc 15,16-20).
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En ese verano horrible, nuestra vida de padres murió junto
a la de nuestras
dos hijas. Una fue asesinada
con su mejor amiga por la violencia ciega de un hombre sin piedad;
la otra, que sobrevivió de milagro, fue privada para siempre de su sonrisa.
Nuestra vida ha sido una vida de sacrificios, cimentada en el trabajo y la familia. Enseñamos a nuestros
hijos el respeto por el otro y el valor del servicio hacia el que es más pobre.
A menudo nos preguntamos: “¿Por qué a nosotros este mal que nos ha devastado?”. No encontramos paz; tampoco
la justicia, en la que siempre hemos creído,
fue capaz de curar las heridas
más profundas. Nuestra condena al sufrimiento durará hasta el final.
El tiempo
no alivió el peso de la cruz que nos pusieron
sobre los hombros,
es imposible olvidar
a quien hoy ya no está. Somos ancianos, cada vez más desvalidos, y somos víctimas del peor dolor que pueda existir: sobrevivir a la muerte de una hija.
Es difícil decirlo, pero en el momento en que parece que la desesperación toma el control, el Señor nos sale al encuentro
de diferentes maneras,
dándonos la gracia de amarnos
como esposos, sosteniéndonos el uno al otro, a pesar de las dificultades.
Él nos invita
a tener abierta
la puerta de nuestra
casa al más débil, al desesperado, acogiendo a quien llama aunque sólo sea por un plato de sopa. Haber hecho de la caridad nuestro mandamiento es para nosotros una forma de salvación, no queremos rendirnos
ante el mal. En efecto, el amor de Dios es capaz de regenerar la vida porque, antes que nosotros,
su Hijo Jesús experimentó el dolor humano para poder sentir ante el mismo
la justa compasión.
Señor Jesús, nos hace tanto mal verte golpeado, despreciado y despojado,
víctima inocente de una crueldad
inhumana. En esta noche de dolor, nos dirigimos suplicantes a tu Padre para confiarle a todos los que han sufrido violencias e injusticias.
Oremos
Oh Dios, justicia y redención nuestra, que nos diste
a tu único Hijo glorificándolo en el trono de la Cruz, infunde
tu esperanza en nuestros
corazones para reconocerte presente en los momentos
oscuros de nuestra vida. Consuélanos en toda aflicción
y sostennos en las pruebas,
mientras esperamos tu Reino.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
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Jesús cae por
primera vez
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó
nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado
por nuestras rebeliones, triturado
por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices
nos curaron. Todos errábamos
como ovejas, cada uno siguiendo su camino;
y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (Is 53,4-6).
Fue la primera vez que caí, pero esa caída
fue para
mí la muerte: le quité la vida a una persona. Un día fue suficiente para pasar de una vida irreprochable a cumplir un gesto que encierra la violación
de todos los mandamientos.
Me siento la versión moderna del ladrón que implora
a Cristo: «¡Acuérdate de mí!». Más que arrepentido, lo imagino como uno que es consciente de estar en el camino equivocado.
De mi infancia,
recuerdo el ambiente frío y hostil en el que crecí. Bastaba descubrir una fragilidad en el otro para traducirla en una forma de diversión. Buscaba amigos sinceros, buscaba ser aceptado
tal como era, sin poder lograrlo. Sufría por la felicidad de los demás, sentía que todo eran obstáculos, me pedían sólo sacrificios y reglas
que respetar. Me sentí un extraño
para todos y busqué,
a cualquier precio, mi venganza.
No me di cuenta
que el mal, lentamente, crecía dentro
de mí. Hasta que una tarde, sobrevino mi hora de las tinieblas: en un momento, como una avalancha, se desencadenaron dentro de mí los recuerdos de todas las injusticias sufridas en la vida.
La rabia asesinó a la amabilidad, cometí un mal inmensamente mayor a todos los que había recibido.
Después, en la cárcel, el insulto de los demás se convirtió en desprecio hacia mí mismo. Bastaba poco para acabar con todo, estaba
al límite. También
conduje a mi familia al precipicio, por mi causa perdieron su apellido,
el honor, se convirtieron solamente en la familia del asesino.
No busco excusas
ni rebajas, expiaré mi pena hasta el último día porque
en la cárcel he encontrado gente que me ha devuelto la confianza
que perdí.
Mi primera
caída fue pensar que en el mundo no existiese
la bondad. La segunda, el homicidio, fue casi una consecuencia; ya estaba muerto
por dentro.
Señor Jesús, Tú también caíste por tierra. La primera vez es quizá la más dura porque todo es nuevo; el golpe es fuerte y prevalece
el desconcierto. Confiamos a tu Padre a quienes se cierran
en sus propias razones y no logran reconocer las culpas cometidas.
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Oremos
Oh Dios, que levantaste al hombre de su
caída, te suplicamos: ven en ayuda de nuestra debilidad y concédenos ojos capaces de contemplar
los signos de tu amor que están diseminados en nuestra vida cotidiana. Por
Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús encuentra a su madre
Junto a la cruz de Jesús estaban
su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás,
y María, la Magdalena. Jesús,
al ver a su madre y junto
a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes
a tu hijo». Luego,
dijo al discípulo:
«Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo
la recibió como algo propio (Jn
19,25-27).
Cuando condenaron
a mi hijo, ni siquiera
por un instante
tuve la tentación
de abandonarlo. El día que lo arrestaron toda nuestra
vida cambió, toda la familia
entró con él en la prisión. Todavía hoy, el juicio de la gente
no se aplaca, es una
cuchilla afilada. Los dedos que nos señalan aumentan el sufrimiento que ya llevamos en el corazón.
Las heridas empeoran con el
pasar de los días, quitándonos hasta la respiración.
Percibo
la cercanía de la Virgen.
Me ayuda a no dejarme vencer
por la desesperación, a soportar
la malicia. Encomendé a mi hijo a María; solamente a ella le puedo confiar mis miedos,
puesto que ella misma los experimentó mientras subía al Calvario.
En su corazón
sabía que su Hijo no podría escapar de la crueldad
del hombre, pero no lo abandonó.
Estaba allí, compartiendo su dolor,
haciéndole compañía con su presencia. Imagino que Jesús, levantando la mirada,
encontró sus ojos llenos de amor, y no se sintió nunca solo.
Yo también
quiero hacer eso.
Cargué con las culpas de mi hijo, también pedí perdón por mis responsabilidades. Imploro
para mí la misericordia que sólo una madre puede experimentar, para que mi hijo pueda volver a vivir después de haber expiado su pena.
Rezo continuamente por él para que, día tras día, pueda convertirse en un hombre distinto,
capaz de amarse nuevamente a sí mismo y a los demás.
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Señor Jesús, el encuentro con tu Madre en el camino de la cruz es quizá el más conmovedor
y doloroso. Entre
su mirada y la tuya
ponemos la de todos los familiares y amigos que se sienten destrozados e impotentes por la suerte de sus seres queridos.
Oremos
Oh María, madre de Dios y de la Iglesia,
fiel discípula de tu Hijo, nos dirigimos
a ti para confiar
a tu mirada amorosa y al cuidado de tu corazón
maternal el grito de la humanidad
que gime y sufre,
mientras espera
el día en que se enjugarán
todas las lágrimas
de nuestros rostros. Amén.
El Cirineo
ayuda a Jesús a llevar la
cruz
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón
de Cirene, que volvía
del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase
detrás de Jesús (Lc
23,26).
Con mi trabajo, ayudé a generaciones de niños a caminar erguidos. Después,
un día, me encontré
tirado por tierra.
Fue como si me hubieran roto la columna.
Mi trabajo
se volvió el pretexto
de una acusación infamante. Entré
en la cárcel, la cárcel entró en mi casa. Desde
entonces me convertí
en un vagabundo por la ciudad;
perdí mi nombre, me llaman con el nombre del delito por el que la justicia me acusa, ya no soy el dueño de mi vida. Cuando lo pienso, me vuelve a la mente ese niño con los zapatos
rotos, los pies mojados,
la ropa usada; una vez, yo era ese niño. Después,
un día, el arresto: tres hombres uniformados, un rígido protocolo, la cárcel que me traga vivo en su cemento.
La cruz que me cargaron en la espalda es pesada. Con el pasar
del tiempo
aprendí a convivir con ella, a mirarla a la cara, a llamarla por su nombre. Pasamos noches enteras
haciéndonos compañía mutuamente.
Dentro de las
cárceles, a Simón de
Cirene lo conocen
todos; es el segundo nombre de los voluntarios, de quien sube a este calvario para ayudar a cargar una cruz. Es gente que rechaza las leyes de la manada poniéndose a la escucha de la conciencia. Además, Simón de Cirene es mi compañero
de celda. Lo conocí la primera
noche que pasé en la cárcel. Era un hombre que había vivido durante años en un banco, sin afectos
ni ingresos. Su única riqueza
era una caja de dulces. Él, aun cuando
era goloso, insistió
que la llevase a mi mujer la primera
vez que vino a verme. Ella comenzó a llorar
por ese gesto tan inesperado como afectuoso.
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Estoy envejeciendo en la cárcel. Sueño
con volver a confiar en el hombre algún día, con convertirme en un cirineo
de la alegría para alguien.
Señor Jesús, desde el momento de tu nacimiento
hasta el encuentro con un desconocido que te llevó la cruz, quisiste
tener necesidad de nuestra
ayuda. También nosotros,
como el Cirineo, queremos hacernos prójimos de nuestros hermanos y hermanas, y colaborar
con la misericordia del Padre para aliviar el yugo del
mal que los oprime.
Oremos
Oh Dios, defensor de los pobres y consuelo
de los afligidos, protégenos con tu presencia
y ayúdanos a llevar
cada día el dulce
yugo de tu mandamiento del amor. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Oigo en mi corazón:
«Buscad
mi rostro».
Tu
rostro buscaré,
Señor. No me escondas
tu rostro.
No rechaces
con ira a tu siervo, que Tú eres mi auxilio;
no me deseches,
no me abandones, Dios de mi salvación (Sal 27,8-9).
Como catequista enjugo muchas lágrimas, dejándolas correr. No se puede encauzar
el desbordamiento de los corazones
desgarrados. Muchas veces
encuentro hombres
desesperados que, en la oscuridad de la prisión,
buscan un porqué al mal que les parece infinito.
Esas lágrimas tienen el sabor del fracaso y de la soledad, del remordimiento y de la falta de comprensión. Con frecuencia imagino a Jesús en la cárcel,
en mi lugar: ¿Cómo enjugaría
esas lágrimas? ¿Cómo calmaría la angustia
de esos hombres
que no encuentran una salida a aquello en lo que se han convertido sucumbiendo al mal?
Encontrar una respuesta es un ejercicio
arduo, a menudo incomprensible para nuestras pequeñas y limitadas
lógicas humanas.
El camino que me sugiere
Cristo es contemplar esos rostros desfigurados por el sufrimiento sin tener miedo. Me pide quedarme allí, a su lado, respetando sus silencios, escuchando su dolor, buscando mirar más allá de los prejuicios. Exactamente como Cristo
mira nuestras fragilidades y nuestros
límites, con ojos llenos
de amor. A cada uno, también
a las personas que
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están recluidas, se nos ofrece cada día la posibilidad de convertirnos en personas
nuevas, gracias a esa mirada que no juzga, sino que infunde vida y esperanza.
Y, de ese modo, las lágrimas derramadas pueden transformarse en el germen de una belleza que era incluso
difícil imaginar.
Señor Jesús, la Verónica
tuvo
compasión de Ti, encontró
un hombre que estaba sufriendo y descubrió
el rostro de Dios. En la
oración confiamos a tu Padre a los hombres y
las mujeres de nuestro
tiempo que siguen enjugando
las lágrimas de muchos hermanos nuestros.
Oremos
Oh Dios, luz verdadera y fuente de la luz, que en la debilidad revelas la omnipotencia y la radicalidad del amor, imprime
tu rostro en nuestros
corazones, para que sepamos reconocerte en los padecimientos de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús
cae por
segunda vez
Jesús decía:
«Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen».
Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte (Lc 23,34).
Cuando pasaba delante de una cárcel, miraba para otro lado: “Bueno, yo no acabaré
nunca ahí dentro”, me decía a mí mismo. Las veces que la miraba respiraba
tristeza y oscuridad, me parecía que pasaba
junto a un cementerio de muertos
vivientes. Un día acabé entre rejas, junto con mi hermano. Como
si no fuera suficiente, también conduje allí dentro
a mi padre y a mi madre. La cárcel, que era para mí como un país extranjero, se convirtió en nuestra casa. En una celda estábamos
nosotros, los hombres,
en otra nuestra madre. Los miraba, sentía
vergüenza de mí mismo, ya no podía llamarme hombre. Están envejeciendo en la
prisión por mi culpa.
Caí en tierra dos veces. La primera cuando el mal me cautivó
y yo sucumbí.
Traficar con droga,
en mi opinión, valía más que el
trabajo de mi padre, que se deslomaba
diez horas al día. La segunda
fue cuando, después de haber arruinado
a la familia, empecé a preguntarme: “¿Quién soy yo para que Cristo muera por mí?”. El grito de Jesús —«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»— lo leo en los
ojos de mi madre, que
asumió la vergüenza
de todos los hombres
de la casa para salvar a la familia. Y tiene el rostro de mi padre que se desesperaba de manera escondida
en la celda. Sólo ahora soy capaz de admitirlo; en aquellos años no sabía lo que hacía. Ahora que lo sé, con la ayuda de Dios estoy intentando reconstruir mi vida. Lo debo a mis padres,
que años atrás subastaron nuestras cosas más queridas porque no querían que estuviese en la calle. Lo debo sobre
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todo a mí
mismo, pues la idea de
que el mal siga controlando mi vida es
insoportable. Esto se ha convertido en mi vía
crucis.
Señor Jesús, estás otra vez caído por tierra, fatigado
por mi apego al mal, por mi miedo a no lograr ser una persona
mejor. Con fe nos dirigimos a tu Padre y le pedimos
por todos los que todavía
no han podido huir del poder de Satanás, del atractivo
de sus obras y de sus mil formas
de seducción.
Oremos
Oh Dios, que no nos abandonas en las tinieblas y en las sombras
de la muerte, sostiene nuestra
debilidad, líbranos de las cadenas del mal y protégenos
con el escudo de tu poder, para que podamos cantar eternamente tu misericordia. Por Cristo nuestro
Señor. Amén.
Jesús
encuentra a las mujeres de
Jerusalén
Lo seguía un gran gentío
del pueblo, y de mujeres que se golpeaban
el pecho y lanzaban
lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis
por mí, llorad
por vosotras y por vuestros
hijos, porque mirad que vienen días en los
que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres
que no han dado a luz
y los pechos que no han criado”.
Entonces empezarán
a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”» (Lc 23,27-30).
Como hija
de una persona detenida, en algunas ocasiones me preguntaron: “Usted siente gran afecto por su papá, ¿piensa alguna vez en el dolor que su padre causó a las
víctimas?”. En todos estos años, jamás eludí la
respuesta; les digo: “Cierto,
es imposible dejar de pensar en ello”. Después,
yo también les hago otra pregunta:
“¿Habéis pensado alguna
vez que, entre todas las víctimas
de las acciones
de mi padre, yo fui la primera?
Hace veintiocho años que estoy cumpliendo la condena
de crecer sin padre”. Durante todos estos años viví con rabia, inquietud, tristeza. Su ausencia es cada
vez más dura de
soportar. Crucé Italia, de sur a norte, para estar a su lado. Conozco
las ciudades no por sus monumentos sino por las cárceles
que visité. Me parece que soy como Telémaco cuando busca a su padre Ulises. Lo mío es un “Giro de
Italia” de cárceles y de afectos.
Hace años perdí el amor porque
soy la hija de un
hombre detenido, mi madre cayó víctima
de la depresión, la familia se derrumbó. Quedé yo, con mi salario escaso, para sostener
el peso de esta historia hecha
trizas. La vida me obligó a convertirme en mujer sin
dejarme tiempo para ser niña. En
nuestra casa, todo es un vía crucis: papá es uno de esos condenados a cadena perpetua.
El día que me casé, soñaba con tenerlo a mi lado. También él pensó en mí en ese momento,
a cientos de kilómetros
de distancia. “¡Es la vida!”, me
repito para darme ánimo. Es verdad,
hay
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padres que, por amor, aprenden a esperar que los hijos maduren. Yo, por amor, tengo que esperar el regreso
de papá.
Para gente como nosotros
la esperanza es una obligación.
Señor Jesús, el reproche
a las mujeres de Jerusalén
lo sentimos como una advertencia para cada uno de nosotros.
Nos invita a la conversión, pasando de una religión
sentimentalista a una fe arraigada en tu Palabra.
Te pedimos por quienes están obligados a soportar
el peso de la vergüenza, el sufrimiento del abandono,
el vacío de una presencia.
Y por cada uno de nosotros,
para que no permitamos que las culpas de los padres
recaigan sobre los hijos.
Oremos
Oh Dios, Padre de toda bondad, que
no abandonas a tus hijos
en las pruebas
de la vida, concédenos la gracia de poder descansar en tu amor y de gozar siempre del consuelo de tu presencia. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
Jesús
cae por
tercera vez
Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud.
Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizá haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios.
Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3,27-32).
Caerse al
suelo nunca es agradable. Pero hacerlo varias en repetidas
ocasiones, además de no ser agradable se convierte
incluso en una especie de condena,
como si ya no se fuera capaz de permanecer en pie. Como hombre caí demasiadas veces, y otras tantas me levanté.
En la cárcel pienso a menudo cuántas
veces un niño se cae al suelo antes de aprender
a caminar. Me estoy
convenciendo de que esos son ensayos
para los momentos
en que caeremos cuando seamos mayores. Desde
pequeño experimenté la cárcel dentro de mi casa; vivía en la angustia
del castigo, alternaba
la tristeza de los adultos
con la despreocupación de los niños.
De esos años recuerdo a la hermana Gabriela, la única imagen alegre. Fue la única que percibió en mí lo mejor dentro de lo peor.
Como Pedro busqué
y encontré mil excusas a mis errores; lo raro es que un fragmento de bien siempre
permaneció encendido dentro de mí.
En la cárcel me convertí
en abuelo; me perdí el embarazo de mi hija. Un día, a mi nieta no le contaré
el mal que cometí, sino solamente
el bien que encontré.
Le hablaré
de quien, cuando estaba caído, me llevó la misericordia de Dios. En la cárcel, la verdadera desesperación es sentir que ya nada de tu vida tiene sentido. Es la
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cumbre del sufrimiento, te sientes el
más solo de todos los solitarios del mundo. Es verdad que me rompí en mil pedazos,
pero lo más hermoso es que esos pedazos todavía se pueden recomponer. No es fácil, pero es lo único que aquí dentro
todavía tiene un sentido.
Señor Jesús, por tercera
vez caes por tierra
y, cuando todos piensan
que es el final, una vez más te levantas. Con confianza nos
ponemos en las manos
de tu Padre y le encomendamos a quienes se sienten atrapados
en los abismos de los propios errores,
para que tengan
la fuerza de levantarse
y la valentía de dejarse ayudar.
Oremos
Oh Dios, fortaleza de quien en Ti espera, que concedes
vivir en paz a quien sigue tus enseñanzas, sostiene nuestros pasos temerosos, levántanos
de las caídas de nuestra
infidelidad y derrama
sobre nuestras heridas el aceite
del consuelo y el vino de la esperanza.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús es despojado
de sus vestiduras
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo
cuatro partes, una para cada
soldado, y apartaron
la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba
abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos,
sino echémosla a suerte,
a ver a quién le toca».
Así se cumplió la Escritura:
«Se repartieron mis ropas y echaron
a suerte mi túnica»
(Jn 19,23-24).
Como educadora de instituciones penitenciarias veo entrar en la cárcel a hombres
privados de todo, despojados de toda dignidad
como consecuencia de las culpas cometidas, de todo respeto en relación
a sí mismos y a los demás. Cada día me doy cuenta de que su autonomía disminuye detrás de las
rejas. Necesitan de mí incluso para escribir una carta. Estas son las criaturas suspendidas que me confían:
unos hombres indefensos, exasperados en su fragilidad, a menudo privados de lo necesario
para comprender el mal cometido.
Sin embargo, por momentos se parecen a unos niños recién nacidos
que todavía pueden moldearse. Percibo que sus vidas pueden
volver a comenzar en otra dirección, dando definitivamente la espalda
al mal.
Pero mis fuerzas disminuyen día a día. Ser un embudo de rabia, de dolor y de rencores
rumiados acaba por desgastar incluso
al hombre y a la mujer más preparados. Elegí este trabajo
después de que un joven, que estaba
bajo los efectos
de estupefacientes, matara a mi madre en un choque frontal. Enseguida
decidí responder
a ese mal con el bien. Pero, aun amando este trabajo,
en ocasiones me cuesta encontrar la fuerza para llevarlo
adelante.
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Necesitamos sentirnos acompañados en este servicio
tan delicado, para poder sostener
las numerosas vidas que se nos confían y que cada día corren el riesgo
de naufragar.
Señor Jesús, al contemplarte despojado de tus vestiduras
experimentamos incomodidad y vergüenza.
En efecto, ante la verdad desnuda,
ya desde el primer hombre comenzamos a escapar.
Nos escondemos detrás de máscaras de respetabilidad y tejemos ropas de mentiras,
a menudo con los jirones deshilachados de los pobres, usados por nuestra avidez de dinero
y de poder. Que tu Padre tenga piedad de nosotros
y nos ayude con paciencia a ser más sencillos, más transparentes, más auténticos; capaces de abandonar definitivamente las armas de la hipocresía.
Oremos
Oh Dios, que nos haces
libres con tu verdad,
despójanos del hombre viejo
que pone resistencia en nuestro
interior y revístenos
con tu luz,
para ser en el mundo
el reflejo de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús es clavado en la cruz
Y cuando llegaron
al lugar llamado «La Calavera», lo
crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha
y otro a la izquierda.
Jesús decía: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron
a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas
diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también
los soldados, que se acercaban
y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba
diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a
ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera
temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad,
lo estamos justamente, porque recibimos
el justo pago de lo que hicimos;
en cambio, este no ha hecho nada
malo». Y decía:
«Jesús, acuérdate
de mí cuando llegues
a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad
te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso» (Lc 23,33-43).
Cristo clavado en la cruz. Como sacerdote, muchas veces medité esta página del Evangelio. Y cuando un día me pusieron
en una cruz, sentí todo el peso de aquel madero:
la acusación estaba hecha de palabras duras como clavos, se me hizo muy cuesta arriba, el padecimiento se me grabó
en la piel. El momento más oscuro fue ver mi nombre colgado fuera de la sala del tribunal; en ese instante comprendí que
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era
un hombre que
estaba obligado a demostrar
su inocencia sin ser culpable.
Estuve colgado en la cruz durante
diez años, fue mi vía crucis,
lleno de legajos,
sospechas, acusaciones, injurias. Cada vez que iba a los tribunales buscaba el Crucifijo allí colgado;
lo miraba fijamente
mientras la ley investigaba mi historia.
La vergüenza me llevó por un instante
a la idea de pensar que era mejor acabar con todo. Pero luego decidí seguir siendo el sacerdote
que siempre había sido. Nunca pensé en aligerar
la cruz, ni siquiera cuando la ley me lo concedía. Elegí someterme
al juicio ordinario; lo debía a mí mismo, a los jóvenes
que eduqué durante
los años de Seminario, a sus familias. Mientras subía mi calvario, los encontré
a todos a lo largo del camino; se convirtieron en mis cirineos, soportaron
conmigo el peso de la cruz, me enjugaron
muchas lágrimas. Junto a mí, muchos de ellos rezaron por el joven
que me acusó; nunca
dejaremos de hacerlo. El día que fui absuelto de todos los cargos,
descubrí que era más feliz que diez años atrás;
pude tocar con mi mano la acción
de Dios en mi vida. Colgado
en la cruz, mi sacerdocio se iluminó.
Señor Jesús, tu amor sin límites por nosotros te llevó a la Cruz. Estás muriendo, pero no te cansas de perdonarnos y de darnos vida. Confiamos a tu Padre a los inocentes de la historia que sufrieron
una condena injusta. Que resuene en sus corazones
el eco de tu palabra:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Oremos
Oh Dios, fuente de misericordia y de perdón,
que te revelas en los sufrimientos de la humanidad, ilumínanos con la gracia que brota de las llagas del Crucificado y concédenos
perseverar en la fe
durante la noche
oscura de la prueba. Por Cristo nuestro
Señor. Amén.
Jesús
muere en la cruz
Era ya como la hora sexta, y vinieron
las tinieblas sobre toda
la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio.
Y Jesús, clamando
con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Y, dicho esto, expiró
(Lc 23,44-46).
Como juez de vigilancia penitenciaria, no puedo clavar
a un hombre, a cualquier hombre, en su condena; sería condenarlo por segunda
vez. Es necesario
que el hombre expíe el mal que cometió; no hacerlo sería banalizar sus delitos y justificar las acciones intolerables que realizó, causando
a otros sufrimiento físico y moral.
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Pero una verdadera
justicia sólo es posible a través
de la misericordia, que no clava al hombre en la cruz para siempre, sino que se ofrece como guía para ayudarlo a levantarse, enseñándole a captar el bien que, no obstante
el mal cometido,
nunca se apaga totalmente en su corazón. Sólo recobrando su propia
humanidad, la persona condenada
podrá reconocer esa humanidad en el otro, en la víctima a la que provocó dolor.
Este recorrido de recuperación es tortuoso y el riesgo de volver a caer en el mal está siempre al acecho, pero no existen otros caminos para tratar de reconstruir una historia
personal y colectiva.
La rigidez
del juicio pone a dura prueba la esperanza del hombre; ayudarlo a reflexionar y a preguntarse por las motivaciones de sus acciones podría convertirse en una ocasión para mirarse desde otra perspectiva. Pero para hacer esto, sin embargo, es necesario
aprender a reconocer
a la persona que está escondida detrás de la culpa cometida. Así, en ocasiones se logra entrever un horizonte
que puede infundir esperanza a las personas
condenadas y, una vez expiada la pena, devolverlas a la sociedad, invitando a los hombres a
volver a acogerlas
después de haberlas,
quizás, por un tiempo
rechazado.
Porque todos, aun siendo condenados, somos
hijos de
la misma humanidad.
Señor Jesús, mueres
por una sentencia
corrompida, pronunciada por jueces inicuos y atemorizados por la fuerza impetuosa de la Verdad.
A tu Padre confiamos
a los magistrados, a los jueces
y a los abogados,
para que se mantengan con rectitud en el servicio
que ejercen a favor del Estado y de sus ciudadanos, sobre
todo de los que sufren por una situación
de pobreza.
Oremos
Oh Dios, rey de justicia y de paz, que en el grito de tu Hijo acogiste
el grito de toda la humanidad, enséñanos a no identificar a la persona con el
mal
que cometió y ayúdanos a percibir en cada uno la llama viva de tu Espíritu. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús es bajado
de la cruz
Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín,
hombre bueno y justo (este no había dado
su asentimiento ni a la decisión
ni a la actuación
de ellos); era natural de
Arimatea, ciudad
de los judíos, y aguardaba el reino de
Dios. Este acudió
a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Y, bajándolo, lo envolvió
en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23,50-53).
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Las personas detenidas son, desde siempre, mis maestros.
Hace sesenta años que entro en las cárceles
como fraile voluntario, y siempre bendije
el día que,
por primera vez, encontré este mundo escondido. En esas miradas comprendí con claridad
que yo mismo, si mi vida hubiera tomado otra dirección, hubiera
podido estar en su lugar. Nosotros,
cristianos, caemos a menudo en la ilusión
de sentirnos mejores
que los demás,
como si el hecho de poder ocuparnos
de los pobres nos diera una superioridad tal que nos convierte en jueces de los demás,
condenándolos todas las veces
que queramos, sin dar oportunidad de defensa.
Cristo eligió y quiso estar en su vida con los últimos;
recorrió las periferias olvidadas del mundo rodeado de ladrones,
leprosos, prostitutas y estafadores. Quiso compartir la miseria, la soledad
y la turbación. Siempre
pensé que este era el verdadero sentido de sus palabras: «Estuve en la cárcel y vinisteis
a verme» (Mt 25,36).
Pasando de una a otra celda veo la muerte que habita en su interior. La cárcel
sigue sepultando a hombres vivos;
son historias que ya nadie quiere.
A mí, Cristo me repite
una y otra vez: “Continúa, no te detengas.
Sigue cargándolos en tus brazos”. No puedo dejar de escucharlo; Él está siempre, aun en el interior del peor de los hombres, por más manchado que esté su recuerdo. Sólo debo frenar mi frenesí, detenerme
en silencio delante de esos rostros devastados por el mal y escucharlos con misericordia. Es la única manera que conozco para acoger
al hombre, quitando de mi mirada el error que cometió. Solamente así podrá confiar y encontrar
la fuerza para rendirse
ante el Bien, imaginándose distinto de como se ve ahora.
Señor Jesús, ahora a tu cuerpo, deformado por tanta maldad, lo envuelven
en una sábana y lo entregan a la tierra desnuda: esta
es la nueva creación. Confiamos a tu Padre la Iglesia,
que nace de tu costado abierto, para que nunca se rinda ante el fracaso
y la apariencia, sino que siga
saliendo para llevar a todo el mundo
el anuncio gozoso
de la salvación.
Oremos
Oh Dios, principio y fin de todo lo
creado, que en la Pascua de Cristo redimiste
a toda la humanidad, danos la sabiduría de la Cruz
para
poder abandonarnos a tu voluntad, aceptándola con ánimo alegre y agradecido. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús
es puesto en el sepulcro
Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado.
Las mujeres que lo habían acompañado
desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro
y cómo había
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sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc
23,54-56).
En mi misión
de agente de policía penitenciaria, cada día experimento el sufrimiento de quien vive recluido. No es fácil relacionarse con quien fue vencido
por el mal y causó enormes
heridas a otros hombres, haciendo difíciles tantas vidas. Pero la indiferencia en la cárcel crea más daños aún en la historia
de quien fracasó y está pagando su deuda a la justicia.
Un compañero, que fue mi maestro,
repetía con frecuencia: “La cárcel te transforma. Un hombre
bueno puede convertirse en un hombre sádico;
uno malvado podría llegar
a ser mejor persona”.
El resultado también
depende de mí, y apretar los dientes es esencial para alcanzar el objetivo de nuestro
trabajo: dar otra posibilidad a quien contribuyó al mal. Para lograrlo,
no puedo limitarme a abrir y cerrar una celda, sin hacerlo con un poco de humanidad.
Cada uno tiene su tiempo, y las relaciones humanas pueden florecer
poco a poco, incluso dentro de este mundo difícil.
Esto se traduce
en gestos, atenciones y palabras
capaces de marcar
la diferencia, aun cuando se pronuncian en voz baja. No me avergüenzo de ejercer el diaconado
permanente vistiendo el uniforme, que llevo con orgullo. Conozco el sufrimiento y la desesperación; los experimenté siendo niño. Mi pequeño deseo es ser punto de referencia para quienes
encuentro detrás de las rejas. Hago todo lo que puedo por defender la esperanza
de aquellas personas que se encierran en sí mismas,
que sienten temor ante la idea de salir un día y correr el riesgo de ser rechazadas una vez más por la sociedad.
En la cárcel les recuerdo
que, con Dios, ningún pecado tendrá jamás la última palabra.
Señor Jesús, una vez más te entregan
a las manos del hombre,
pero esta vez te acogen las manos amables de José de Arimatea y de algunas mujeres piadosas venidas
de Galilea, que saben que
tu cuerpo es precioso.
Estas manos representan las manos de todas las personas
que nunca se cansan de servirte y que hacen visible el amor del que el hombre es capaz. Este amor es el que justamente nos hace esperar en que un mundo mejor es posible;
sólo basta que el hombre esté dispuesto a dejarse alcanzar por la gracia que viene de Ti. En la oración
confiamos a tu Padre, de modo particular, a todos los agentes de la policía penitenciaria y a cuantos,
de una u otra manera, colaboran en las cárceles.
Oremos
Oh Dios, eterna luz y día sin ocaso, colma
de tus bienes a los que se dedican a tu alabanza y al servicio
del que sufre, en los innumerables lugares de sufrimiento de la humanidad.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
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